Wednesday, June 12, 2013

Mis cosas


Para M. y L. y en memoria de la nevera de la puerta desmontable
He desarrollado una relación muy peculiar con mis cosas. No es que haya sucumbido a las patrañas publicitarias y crea que una pulsera va a darme equilibrio y paz interior, que comer un yogur vaya a hacer que ir al baño sea una experiencia fascinante o que conducir un coche vaya a convertirme en un animal libre en lugar de contribuir al calentamiento global o al tráfico que infesta Washington cada día. Se trata más bien de una identificación y cariño con mis cosas que va más allá de la simple y funcional relación que podemos esperar entre el posesor y el objeto poseído. No sé si cuando Marx desarrollaba su teoría de la alienación y hablaba de la identificación del productor con el producto de su trabajo tenía en mente algo similar para la relación entre el comprador y lo comprado, pero mis sentimientos hacia mis cosas empiezan a alcanzar cotas sorprendentes.
Todo empezó cuando mi novia me hizo notar que los calzoncillos que asomaban por el cajón de la cómoda habían conocido tiempos mucho mejores. Mientras ella llegaba a la única conclusión posible y dictaba un inevitable "esto ya no da más de sí" yo me sorprendí rememorando el momento en que compré esos calzoncillos durante mis primeras primeros días en los Estados Unidos. Pensé que esos gayumbos que ahora me miraban derrotados, vencidos y carentes de todo glamour habían sido testigos silenciosos de mis cinco años de doctorado viendo pasar cursos, exámenes, nervios, amistades, angustias, enfermedades y cambios de apartamento. Habían sido mis compañeros de aventura americana desde prácticamente el primer día. Asistí a su ejecución con un nudo en el estómago pero con la resignación del que sabe que "era lo mejor" mientras intentaba creer con todas mis fuerzas en el cielo de los calzoncillos. Ya no sufrirían más intentando mantener las costuras lo más unidas posibles a cada uno de mis pasos.
Todo fue más duro cuando me di cuenta de que mi camiseta naranja había muerto. Cálculos rápidos me llevaron a concluir que la mítica prenda podía tener unos quince años. Mi novia, que sólo pasaba por allí, se vio obligada a asistir a una elegía improvisada de unas cuatro horas. Rememoré los partidos de volley playa en Xeraco con los que la malograda camiseta naranja había experimentado sus primeras sudadas, evoqué las primeras visitas al gimnasio de Maryland con los que me acompañó en mi introducción a tan peculiar mundo, elogié la paciencia con la que soportó su progresiva sustitución por otras camisetas más ligeras, de mejor diseño y transpiración y menos propensas a cuadriplicar su peso tras el ejercicio.
La obsolescencia de mi cepillo de dientes fue un drama. Evidentemente mi relación con el cepillo no databa de años, pero tengo gran facilidad para ignorar los consejos de los preocupados dentistas y superar ampliamente los dos meses de esperanza de vida que se recomienda para estos objetos. Tengamos en cuenta que un cepillo de dientes es algo con lo que nos relacionamos unas tres veces al día (en eso sí que soy un alumno aplicado) por lo que debería ser obvio que no se trata de un objeto cualquiera. Para su entierro, obligué a los tubos de pasta y a los enjuagues bucales a formar en perfecto pasillo hasta la basura, el hilo dental engalanó el salón y el baño estuvo decorado con crespones negros durante una semana. La marcha fúnebre acompañó al Oral-B azul hasta su último destino. Dado que era tarde, decidí que lo mejor era un sencillo discurso de sólo una hora.
Mi encariñamiento con los objetos es particularmente problemático en un mundo en que la obsolescencia programada dicta su ley y pocos objetos están en condiciones de ser utilizados tras unos meses o, a lo sumo, unos pocos años. Hoy se fundió una bombilla. Mi novia dice que se irá unos días y que le avise cuando todo haya pasado.

3 comments:

Anonymous said...

N.E. primeros* días.

Que ya se te ovlida tot, tothom, tttutututtoh^2.

Alvagó said...

¡Corregido, severo editor anónimo!, ¡gracias!

José-Vicente Puig Raga said...

Querido Álvaro: coincido totalmente contigo. Nuestras "cosas" relatan y reviven nuestra pequeña historia. Y aunque sean "cosas" aparente insignificantes, desprenderse de ellas es muchísimo más que el hecho bruto de tirarlos a la basura. Al leer tu entrada me ha venido a la mente un tipo especial de "cosas": mis libros. Muchos de ellos no dejan de ser "un cementerio de buenas intenciones" porque están siempre pendientes de ser leídos, pero, si no todos, sí muchísimos, guardan en su interior algo especial: no sé si se dice marcapágina, punto de lectura (no me acuerdo ahora) especiales, que hacen que no sea cualquier libro y que me lo sitúan en momentos y lugares especiales de mi vida: el recordatorio del bautizo de mis sobrinas/o o de los hijos de mis amigos, las invitaciones a la boda de los amigos, una tarjeta firmada y dedicada de quien me lo regaló y que quizá hace muchos años que no nos vemos, la estampa de la ordenación de algún amigo que lo dejó y que quizá ya no sé nada de él, un recorte de periódico, incluso el recordatorio del funeral de algunas personas que supusieron mucho para mí, etc. etc. Ese marcapáginas (o como se diga) no es un simple papel: perderlo significaría más que perder el libro. Al volver a consultar o leer el libro, su lectura me sitúa en un tiempo y en un lugar y hace que el libro sea más que un libro y que leerlo tenga un, no sé, "regusto" especial. Esas son algunas de mis "cosas". Bien. Corto. Un entrañable abrazo.
P.D.: dile a Lucía, joer, que te respete los gayumbos, que eso una cosa muy seria.