La preparación de mis clases sobre historia económica estadounidense a veces me sorprenden por su utilidad para ayudar a entender los problemas y debates que tenemos en España. Claro que también debo reconocer que cuando lo que estoy haciendo es entender los
malabarismos con datos que hacen falta para transformar kilos de maíz en carne de cerdo en el Sur de EEUU antes de 1860 lo que me sorprende es cómo he llegado a esas situaciones. Sin menospreciar a los cerdos y al maíz, centrémonos en lo interesante.
En
un artículo de hace algunos años (versión publicada junto a
Ohsfeldt aquí), Robert McGuire estudia cómo los intereses económicos de los padres fundadores influyeron su voto a favor o en contra de la constitución. La constitución estadounidense aprobada en 1787 estuvo precedida por los llamados Articulos de la Confederación (1777-1789). Los Artículos, aprobados en plena guerra de independencia contra los ingleses, concentraban casi todo el poder (creación de impuestos y de aduanas, negociación con terceros países, emisión de moneda...) en los trece estados que componían la confederación y dejaban un gobierno nacional extremadamente débil. El resultado fue un desastre mayúsculo que incluía una inflación rampante o la imposibilidad de financiar los costes de la guerra contra los ingleses dado que los estados
no cumplían con la parte de la financiación que se les asignaba y el gobierno nacional estaba incapacitado para crear impuestos u obligar a los estados a pagar su cuota. La constitución redactada en Filadelfia en 1787 solucionó estos estos problemas al reforzar los poderes y atribuciones del gobierno nacional.
La mitología en torno a los
Founding Fathers (Padres Fundadores) los presenta como seres cuasi-divinos preocupados por el bien común y trabajando en la elaboración de una constitución que poco menos que traería la paz, prosperidad y felicidad permanente para los recién independizados estadounidenses. Lo que McGuire demuestra en su artículo es que, lejos de estar movidos por aspectos puramente altruistas, los representantes de los estados en la convención de Filadelfia y los encargados de aprobarlo en los parlamentos estatales, estuvieron significativamente influidos por sus intereses personales y los del estado que representaban: los poseedores de deuda, los representantes de estados más grandes o las personas involucradas en el comercio tenían una probabilidad mayor de apoyar esa nueva constitución que reforzaba los poderes del gobierno nacional. Esto era así porque un gobierno nacional más poderoso evitaría la inflación que tanto dañaba a los poseedores de deuda, reforzaría el poder de un Congreso donde los estados más grandes tenían más representantes o protegería contra la posibilidad de que los estados tuvieran la genial idea de aprobar barreras internas al comercio (muy problemático para los comerciantes, claro). En cambio, McGuire encuentra que tener esclavos influyó negativamente en la probabilidad de que un representante votase en favor de la Constitución. Esto es perfectamente lógico si tenemos en cuenta que los poseedores de esclavos siempre tuvieron un
fundado temor de que un gobierno nacional demasiado poderoso pudiese decidir algún día que la esclavitud no era una buen idea.
McGuire concluye que
"Overall, the modern approach to explaining the design and adoption of the U.S. Constitution suggests that it is unlikely that any real world constitution would ever be drafted or ratified through a disinterested and nonpartisan process. Because actual constitutional settings will always involve political actors who possess partisan interests and who likely will be able to predict the consequences of their decisions; partisan interests will influence constitutional choice. The economic history of the drafting and ratification of our nation's Constitution makes it hard to envision any actual constitutional setting, including any setting to reform existing constitutions, in which self-interested and partisan behavior would not dominate. The modern evidence suggests that constitutions are the products of the interests of those who design and adopt them".
Haríamos mal los españoles en obviar una lección tan valiosa. La visión de nuestros particulares "padres fundadores" (los de la Constitución de 1978) está envuelta de una mística similar a la de los
Founding Fathers de los EEUU. Sin embargo, la misma conclusión de McGuire podría aplicarse a nuestro caso: la Transición y el consenso resultante fue el resultado de un proceso influido por un contexto histórico, político y económico muy concreto en el que los intereses de las facciones involucradas en el proyecto constitucional tuvo un rol fundamental y seguramente se plasmó en el resultado final (aquí necesitamos algo más de evidencia empírica y espero poder centrarme en este tema más pronto que tarde). Pensar que estos actores políticos y económicos de la transición española estuvieron motivados por el altruismo o la benevolencia en una búsqueda de la estabilidad y del diseño del mejor marco político y económico que garantizase la paz, transparencia y el desarrollo de España es iluso, irreal e incluso peligroso. Cierto: en el caso americano podría decirse que la constitución de 1787, aunque influida por intereses "egoístas", no salió nada mal y al menos no obstruyó el proceso de desarrollo político y económico. Pero también hay que señalar que los Estados Unidos tuvieron que pasar por una Guerra Civil brutal y un
proceso de reforma constitucional a nivel estatal y
nacional para solucionar las contradicciones y problemas de su ordenación político-económica. Del mismo modo, la Constitución de 1978 en España ha garantizado unos años de desarrollo político y económico sin precedentes, pero también debemos estar abiertos a reexaminar su gestación, alcance y necesidad de reforma sin prejuicios biempensantes o
aprioris inmovilistas. Tal vez una reforma de la Constitución no es absolutamente necesaria, pero tampoco podemos pretender que ya hemos alcanzado el sumum de la apertura política y económica. La crisis actual parece haber dejado claro que
estamos muy lejos de jugar en la primera división del desarrollo político y económico y por tanto no es el momento de caer en la autocomplacencia. Nos va mucho en ello.