Sentada en la última fila del autobús, la madre, conocedora de la tranquilidad que otorgan ciertos papeles o pasaportes, intenta explicar a los niños que ellos son americano-salvadoreños.
Nacísteis en un hospital cerca aquí, les dice. La niña y el niño -que todavía poco entienden de diplomacias, fronteras, espaldas mojadas o de
los tristes albergues de la esperanza- sólo parecen prestar atención a esos rasgos que los unen tan inconfundiblemente a sus padres y a una cultura que aflora poderosamente en esa lengua en la que se expresan y que sólo unos pocos de los pasajeros entendemos.
¡Yo soy salvadoreño!, exclaman casi a la vez.