Al salir del gimnasio mi amigo me preguntó cuándo pasaba el autobús que nos llevaría a casa. Llamé al servicio de transportes de la universidad para informarme. Tres minutos. Normalmente la distancia a la parada se puede recorrer a un paso normal en poco más de cinco o seis minutos. Si corríamos, llegábamos. Echamos a correr sin pensarlo demasiado. Mi amigo apenas tuvo tiempo de gritarme un "¡¡Cuidado con el hielo!!". Tarde. Las placas formadas tras las tormentas de hace unos días me hicieron resbalar de manera aparatosa justo mientras mi compañero lanzaba su advertencia-premonición. Al caer me quedé durante unos segundos con el típico desconcierto (y supongo que cara de tonto) que provoca este tipo de situaciones. Mientras mi amigo me ayudaba a levantarme, me di cuenta de que la cosa no era para tanto. El escozor en la rodilla izquierda apenas presagiaba algo más que una rozadura y los pantalones estaban intactos. Dimos unos pasos andando, olvidando nuestras prisas y nuestra carreras anteriores. Mi amigo, supongo que para no forzarme por si me había hecho daño, lanzó un tranquilizador "Ya no vale la pena correr". Miré mecánicamente el reloj y apretando los dientes (y quizá para liberar la rabia y la impotencia por el resbalón) eché a correr mascullando algo del tipo "Aún llegamos". Mi amigo me siguió. No sólo llegamos sino que hasta tuvimos el lujo de disfrutar de diez segundos para recuperar el aliento antes de subirnos al autobús.
Ya en la tranquilidad de mi asiento, mientras apoyaba mi cabeza en la ventana y College Park desfilaba ante mí, pensaba que esa caída aparatosa pero subsanable y casi superficial, ese amigo (que fue al mismo tiempo él mismo y mi madre, mi padre, mi hermano, mi familia en general y otros muchos buenos amigos de aquí y de allí), esa carrera terca y un tanto rabiosa y ese final in extremis e incluso inesperado pero feliz al fin y al cabo representaban una curiosa manera de resumir un año y medio que difícilmente olvidaré.
Intolerancias
2 months ago